viernes, 20 de marzo de 2009

San Adrián de Vadoluengo, en Sangüesa (Navarra)






En esta entrada vamos a hablar de San Adrián de Vadoluengo, una pequeña ermita a lado mismo de Sangüesa, pero que tiene una enorme importancia en relación con la Historia de Aragón.

Como su propio nombre indica, en romance aragonés medieval, se trata de un vado luengo (es decir, ancho) sobre el río Aragón, cerca de su confluencia con el río Onsella, y que muy posiblemente fuese el lugar por donde discurriría una antiquísimo camino, que se convirtió en una vía romana y en un camino medieval, hasta que fue sustituido por el puente de Sangüesa que actualmente podemos ver junto a la iglesia románica de Santa María la Real.

Para remarcar la importancia del lugar, se cita ya en el año 1035, cuando Sancho el Mayor de Navarra reparte su reino entre sus hijos, otorgando a Ramiro la tenencia de lo que luego fue el condado de Aragón, fijando su frontera oriental precisamente en Vadoluengo, propter Sangüesa. Para 1122, el rey Alfonso el Batallador cedió estas tierras a uno de sus parientes, con la finalidad de que construyera en ellas su palacio, siendo muy posiblemente la actual ermita de San Adrián la capilla de dicho palacio, hoy desaparecido. En enero de 1135, aparece de nuevo el lugar en la Historia, mediante la firma en él del Pacto de Vadoluengo, mediante el cual Ramiro II de Aragón y García Ramírez de Navarra pactaron su prohijamiento mutuo, que conllevaba la sucesión del superviviente en el reino del fallecido, lo que hubiese comportado la reunificación de los reinos de Navarra y Aragón, que posiblemente unidos hubiesen podido resistir mejor el proceso de castellanización que luego se produjo. Lástima que el rey de Navarra prefiriese romper el pacto para infeudar Navarra a Alfonso VII de Castilla, lo que hizo que Ramiro contrajese matromonio para garantizar su sucesión, pasando más tarde a pactar unas condiciones muy similares con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona.

En 1312, el lugar volvió a ocupar la primera plana en la Historia de Navarra y de Aragón, ya que allí tuvo lugar una batalla entre las tropas de ambos países, la llamada batalla de San Adrián, en la que los aragoneses sufrimos la peor parte, siendo derrotados y perdiendo en la batalla, según parece, un pendón, que podría ser según la leyenda el propio pendón real, que quedó en depósito en Sangüesa. Este hecho trajo cola, por cierto, ya que, movidos por el afán de recuperarlo, un grupo de jóvenes de Sos lanzaron lo que el actual propietario de la ermita calificaba muy acertadamente de comando itinerante, que audazmente penetró en Sangüesa y recuperó el pendón, huyendo inmediatamente hacia la frontera, con tan mala fortuna que fue alcanzado precisamente junto a Vadoluengo y sumariamente ejecutado a golpes de azada. Lamentablemente, el pendón desapareció en un incendio fortuito del Ayuntamiento de Sangüesa allá por 1930...

Por lo que respecta a Vadoluengo, pasó a ser propiedad de los monjes cluniacenses del cercano monasterio de Leire, quienes lo vendieron a los marqueses de Góngora, a través de quienes llega a sus actuales propietarios, conocidos en Sangüesa como los madalenos, por haber estado la ermita, según la voz popular, dedicada a Santa María Magdalena, aunque la realidad es que la iglesia de la Madalena estuvo muy cerca, pero hoy ha desaparecido.

El edificio, puro románico aragonés, es muy esbelto y sobrio, compuesto por una única nave con su correspondiente ábside semicircular, destacando la portada de la fachada sur y una maciza torre adosada. En su momento estuvo techada con laja de piedra, como es costumbre en el románico aragonés, y destaca también por su espléndida colección de canecillos.

Para terminar, recomiendo no sólo una visita al lugar, sino que también una charla con su propietario y amigo, magnífico conocedor del románico y también amante de la Bal d'Onsella y de la sierra de Santo Domingo, siendo así tres al menos las aficiones que compartimos...

Las imágenes, en este caso, son propias.

viernes, 6 de marzo de 2009

Mitos genealógicos: los apellidos judíos



Todos los que nos dedicamos a la Genealogía o a la Onomástica (la ciencia que trata de los nombres y apellidos) hemos podido escuchar o leer alguna vez una de las muchas leyendas urbanas que existen, la de los apellidos de presunto origen judío en España.

El fondo de todas estas leyendas es la supervivencia de apellidos que demuestran claramente el origen judío del portador, y tienen muchas variantes. Así, para algunos son apellidos de origen judío todos los apellidos de tipo toponímico o gentilicio, para otros todos los apellidos de tipo patronímico, para otros todos aquellos que se refieren a un oficio, para otros todos aquellos que comportan un nombre de santo o advocación mariana y para otros lo son todos los relativos a plantas y animales. Vamos, que según estas leyendas urbanas, evidentemente todas ellas falsas, son de origen judío prácticamente todos y cada uno de los apellidos de España, ya que si nos fijamos acabo de enumerar prácticamente a la totalidad de los tipos en los que suele clasificarse a los apellidos.

Así que vamos a ver porqué todas estas afirmaciones son completamente erróneas y qué parte de verdad mal entendida hay en ellas.

Para empezar, ¿cuáles son las fuentes de tales afirmaciones?. Pues se basan en algo aparentemente muy claro, como son las listas que se han conservado y que recogen a personas que fueron víctimas de los tribunales de la Inquisición, acusadas de judaizantes, es decir, de profesar la religión judía ocultamente, aparentado ser cara a la galería buenos cristianos. La verdad es que para muchos profanos resulta tentador dar el salto y afirmar que los portadores de esos apellidos, al ser de origen judío, demuestran claramente que el propio apellido es de origen judío. Si además lo completamos con apellidos que uno lee en la prensa portados por israelíes de origen sefardí, la apariencia de veracidad queda demostrada.

Pues veamos. Para empezar, esas lista recogen únicamente a personas que fueron condenadas por la Inquisición tras acusarles de judaizantes. ¿Cómo se probaban esas acusciones?. Pues está claro, a través de lo que en Derecho se llama pruebas indiciarias, es decir, a partir de meros indicios. Así, no comer jamón, producto derivado del cerdo, cuya ingesta prohíben las religiones judía y musulmana, era prueba de no ser buen cristiano. No importa si el motivo es que a alguien no le gustaba su sabor, o si le sentaba mal. No trabajar un sábado suponía que quien lo hacía era únicamente para guardar el día sagrado de la religión hebraica, no que alguien se encontrase mal o cansado y ese día decidiese no hacer nada. Es curioso cómo en catalán apareció la expresión fer dissabte, que se refiere a la limpieza a fondo de la casa o de un lugar, algo que se hacía de ordinario los sábados, precisamente para poder demostrar públicamente que no se descansaba... Dicho de otro modo: en un moderno sistema penal esas acusaciones, confirmadas la mayor parte de las veces con confesiones arrancadas del reo mediante el uso de la tortura, carecerían completamente de valor, así que hay que suponer que muchos de esos pobres condenados en ningún caso queda probado que fuesen seguidores de la fe mosaica.

Hay que tener en cuenta que, para la mentalidad de la época, los judíos eran una raza estigmatizada, por el hecho de que se consideraba que habían recibido las prédicas de Jesús y las habían rechazado, manchándose las manos con su sangre, transmitiendo colectivamente esa culpa de generación en generación. Además, eran personas extrañas, que vivían en lugares cerrados apartados de sus convecinos (no por propia voluntad, sino porque eran forzados a ello, por cierto) y practicaban extraños ritos ajenos a los de sus honrados vecinos cristianos. Como además se les prohibía el ejercicio de ciertas profesiones y como estaban obligados casi a vivir a salto de mata, acostumbraban a disponer de dinero en efectivo en cantidades muy superiores a las de sus vecinos, que las invertían en la compra de casas o campos.

Cuando había situaciones de crisis, como la epidemia de peste negra de 1348, se consideraba que la culpa de las mismas atañía únicamente a los judíos. De este modo, en 1348 unas turbas se lanzaron al asalto de las juderías en muchos lugares de la civilizada y cristiana Corona de Aragón, como Perpiñán, Gerona, Valencia, Tarragona, Barcelona, Sagunto o Zaragoza. Es decir, pogroms en toda regla que concluían con la conversión forzada de algunos, el asesinato tras saqueos y vejaciones para otros, y una expulsión forzada, previos robos, humillaciones y violaciones para otros.

En estas condiciones, ¿alguien cree que cuando esas personas optaban, por grado o a la fuerza, por convertirse al catolicismo, podían escoger llevar apellidos que mostrasen a las claras su origen, para quedar marcados para siempre por ese estigma y seguir siendo objeto de persecuciones?. O, alternativamente, ¿alguien cree que los piadosísimos convecinos de estos judíos iban a aceptar que siguiesen llevando nombres de origen judío?. Es más, ¿puede creerse que los poderes eclesiásticos, que consideraban un éxito personal la conversión de esas pobres gentes, iban a aceptar que tras su conversión siguiese viva la prueba de su nefando pecado?.

Así, como es lógico, en el acto del bautismo estas personas adoptaban los apellidos propios de su entorno, los mismos de sus amables convecinos de origen cristiano con los que procuraban confundirse para pasar inadvertidos. Es decir, los apellidos de tipo toponímico, gentilicio, de profesión o cargo, de tipo religioso o asociados a nombres de plantas o animales de que hablábamos antes. Se llamaban así Aragón, Navarro, Pérez, Mainader, Santamaría, Oliva o Raboso exactamente igual que sus convecinos, con los que en la mayoría de los casos se confundieron sin dejar rastro evidente.

Y ese fue además el problema cuando apareció la noción de limpieza de sangre, es decir, cuando los cristianos empezaron a creer que ese minúsculo grupo de personas a las que habían convertido forzadamente se habían confabulado para dominarles y empezaron a crear sistemas para probarse a sí mismos que entre sus antepasados no había ni una sola gota de sangre de origen no cristiano. Cayeron en la cuenta de que habían borrado tan bien las trazas de estos judíos que no había medio en la mayoría de los casos de saber qué se había hecho de sus descendientes, con lo que aparecieron cosas curiosas, como el famoso Libro Verde de Aragón, según el cual toda la nobleza aragonesa era de origen converso. Y es que la acusación de converso era en esos momentos de una enorme gravedad...

Si de verdad hubiesen sido tan claros los orígenes judíos de los conversos, no hubiesen sido posibles estos tejemanejes, y la extirpación de eso que los bienpensantes consideraban una mala semilla hubiera resultado muy fácil y sencilla...

La imagen que acompaña al texto, procedente de Commons corresponde a la de un pogrom medieval en la ciudad alemana de Frankfurt, y sus créditos pueden verse aquí.